«El objetivo de la meditación es que se convierta en tu estado predominante de consciencia» ~ Eckhart Tolle
La esencia de la meditación es estar en el momento presente. Aquí, en lo más profundo de este momento, encontramos nuestra conexión con la fuente, con la divinidad, con nuestro verdadero ser.
Hay muchos caminos espirituales, pero todos llevan al mismo lado: nos llevan de vuelta a recordar nuestra verdadera naturaleza.
Sin importar cuál camino sigas o qué técnica de meditación apliques, si es para ti y te funciona, te llevará a un estado de permanente conexión con tu corazón.
Hay un momento en todo camino, en el que ese estado de conexión permea toda nuestra vida. Mientras caminamos por la ciudad o el campo, mientras subimos las escaleras, mientras hacemos el amor, mientras tomamos un vaso con agua, mientras hablamos con alguien, mientras navegamos por internet, mientras pagamos nuestras cuentas…
Llega un momento en el que el estado meditativo se convierte en nuestra naturaleza. Estamos en presencia constante sin ningún esfuerzo. Para alcanzar ese estado, pasamos normalmente por un periodo en el que elegimos constantemente volver al momento presente. No juzgamos estar perdidos en el tiempo, simplemente decidimos entrar suavemente en este momento una y otra vez.
Si has empezado una práctica de meditación, elige ahora conectarte con tu ser más profundo, con este momento, con tu corazón… elige conectarte con el estado meditativo, como sea que lo entiendas. Esa es una de las decisiones más poderas que puede hacer.
Me gusta hacer planes. De hecho, hace unas semana compartí un video sobre hacer propósitos de año nuevo.
Tener metas nos ayuda a motivarnos y a enfocar nuestra energía creativa. Cuando lo hacemos desde un lugar de consciencia y amor, el resultado puede ser muy poderoso. Si tratamos de lograr nuestros propósitos con ganas y damos lo mejor de nosotros, creceremos y aprenderemos en el proceso, incluso si no logramos conseguir los objetivos que nos habíamos planteado al comienzo.
Sin embargo, una parte esencial de ponernos planes de manera sana es saber cuándo abandonarlos.
Es importante no renunciar a los planes por miedo o por pereza. Esto nos hará sentir mal y hará que dejemos de confiar en nosotros. Si renunciamos a nuestros planes de esa manera, la próxima vez que nos fijemos una meta ya no creeremos en nuestra propia palabra y sentiremos que no tenemos fuerza de voluntad.
Hay momentos, no obstante, en los que lo más sano es abandonar los planes que habíamos hecho. Una frase que he compartido en redes sociales y que me gusta mucho es la siguiente:
«En ocasiones tenemos que abandonar la vida que habíamos planeado porque ya no somos la misma persona que hizo esos planes.»
Qué cierto es esto. A veces, cuando comenzamos a perseguir un objetivo, crecemos y maduramos en el proceso, y como resultado de eso nuestra perspectiva de la vida cambia y ya no queremos lo mismo que antes. Adaptar nuestros planes a nuestra nueva forma de ver la vida es parte de aprender a fluir y de seguir el curso natural de nuestra evolución.
En ocasiones, este proceso de cambio ocurre a lo largo de varios años, pero también puede suceder de un día para otro. Al fin y al cabo, cada día nacemos de nuevo, y no tenemos por qué atarnos al pasado. En cualquier momento podemos tener un instante de claridad que nos haga ver las cosas de manera diferente. Cuando eso suceda, es muy importante estar atentos a la voz de nuestro corazón y estar dispuestos a abandonar la vida que habíamos planeado.
Ahora, si nunca terminas nada y a cada rato estás cambiando de objetivos, es importante también que mires ese patrón y te propongas trascenderlo. Lo más importante es seguir la voz del corazón, la cual nos indicará el camino, y parte de eso es que nos dirá cuando el camino por el que estamos caminando ya no resuena con el ser en el que nos hemos convertido, así como también nos ayudará a ver cuando estemos abandonando nuestros planes debido al miedo o a la resistencia a salir de la zona de confort.
¿Te ha pasado que no te sientes lo suficientemente capacitada para realizar una tarea que se te ha encomendado y que los demás esperan que hagas muy bien? ¿Sientes que los demás tienen una imagen de ti demasiado elevada que no corresponde con tu realidad? ¿Temes que alguien se dé cuenta de que en verdad no eres tan buena y exponga ante los demás tus falencias? Si respondiste «sí» a una o varias de estas preguntas, es posible que sufras del síndrome del impostor.
Este síndrome fue definido en 1978 por un estudio en el que tres investigadoras analizaron las creencias de 150 mujeres exitosas quienes, a pesar de sus logros académicos y profesionales, se consideraban a sí mismas como «impostoras». Estas mujeres se caracterizaban por creer que no eran inteligentes y que, si alguien las consideraba inteligentes, era porque había sido engañado por ellas y no se daba cuenta de la realidad. Muchas atribuían sus logros a la suerte o incluso a un error. Por ejemplo, una mujer que era la jefa de su departamento en una universidad decía que «Obviamente, estoy en esta posición debido a que mis capacidades son sobrevaloradas».
Estadísticamente se ha mostrado que las mujeres son más propensas a sufrir del síndrome del impostor, pero puede afectar a cualquiera. Yo soy un ejemplo de eso. En algunas entradas previas he comentado que, en lo relativo a mi labor compartiendo consejos sobre espiritualidad y crecimiento personal, a veces me siento como un impostor. No creo ser tan bueno como parecen imaginar algunos de quienes me escriben agradeciendo por mis consejos o me piden ayuda en su camino. Temo que estén engañados con respecto a mí y no me siento capacitado para ayudarlos, aunque cuente con la experiencia y la madurez espiritual para hacerlo.
Creer que somos impostores genera miedo y ansiedad. Además, nos impide disfrutar de nuestros logros y hace que no podamos recibir cumplidos y tendamos a huir de posiciones que impliquen responsabilidad o grandes expectativas sobre nosotros. Y si alguien nos enumera las razones por las que sí somos valiosos o menciona las cosas buenas que hemos hecho, encontramos rápido una razón para explicar por qué esos logros no son muestra de nuestras capacidades o les restamos importancia. Cuando alguien nos hace un cumplido, nos sentimos incómodos y nos nos permitimos recibirlo plenamente. Incluso nos cerramos a recibir muestras de amor por parte de nuestros seres queridos, pues sentimos que no somos dignos de ellos.
Esta falta de merecimiento es uno de los síntomas más dolorosos. Creemos que no merecemos lo que hemos logrado. Creemos incluso que no merecemos el amor y el aprecio de nuestros amigos, nuestros familiares y nuestra pareja. Estamos convencidos de que al menos parte de ese amor y aprecio se deben a que nuestros seres queridos tienen una falsa imagen de nosotros. Tememos que en cualquier momento esa falsa imagen se derrumbe, y creemos que cuando eso suceda dejarán de querernos. Frente a esto, muchas veces evitamos involucrarnos en relaciones con personas que tienen una imagen positiva de nosotros, pues le tenemos mucho miedo al momento en el que, al darse cuenta de somos un fraude, las decepcionaremos.
Los logros no son una evidencia suficiente
Tal vez podría pensarse que una forma de superar el síndrome del impostor es continuar incrementando nuestras capacidades, para así llegar a una imagen de nosotros mismos en la que sí merecemos aquello que tenemos y sí estamos a la altura de las responsabilidades que tenemos a cargo. Esto puede ayudar en ciertos casos. Y ciertamente hay ciertas áreas de nuestra vida en las que confiamos plenamente en nosotros y sabemos de qué somos capaces. Sin embargo, cuando el síndrome del impostor surge debido a creencias profundas e inconscientes, este enfoque no será suficiente.
En el estudio mencionado, las autoras indican que incluso aquellas mujeres que tenían momentos de éxito repetidos y los títulos que las acreditaban seguían sintiendo que eran impostoras. Es decir, para algunas de ellas no importaba qué tantas cosas alcanzaran ni cuántas veces la evidencia les demostrara que sí estaban a la altura de sus cargos, aun así continuaban creyendo que no eran tan buenas y que sus resultados se debían a errores, a que los demás las percibían de forma errada o a un golpe de suerte.
Por tanto, si sufres del síndrome del impostor, puede que sigas yendo al gimnasio, aprendiendo idiomas, obtengas títulos académicos y logres grandes cosas en diferentes áreas de tu vida, pero eso no te quitará la idea de que no eres lo suficientemente buena. Siempre habrá una forma de interpretar la realidad de manera en la que creas que te falta algo para merecer estar donde estás o para tener lo que tienes.
¿Qué hacer?
1. Observa la idea que tienes sobre cómo deberías ser
Si miras con cuidado, verás que, si sufres el síndrome del impostor, probablemente te has impuesto a ti misma estándares imposibles de cumplir. Tienes un ideal de perfección tan alto que, sin importar cuánto te esfuerces, nunca estarás tranquila con quien eres. La solución a esto es trabajar en el perfeccionismo. En otras palabras, te invito a que pruebes ser una imperfeccionista.
2. No te enfoques en el resultado, enfócate en dar lo mejor
¿Cuál es tu propósito en esta experiencia, ser la mejor? ¿Para qué? El ego te dice que la satisfacción viene de ser mejores que los demás y de ganar. Pero la verdadera satisfacción viene de desarrollar tu potencial, sin importar cómo te ves al compararte con los demás. Cuando adoptas este enfoque, ya no temes que las cosas salgan mal o que el resultado no esté a la altura de algún estándar externo. Cuando te enfocas en dar lo mejor y en crecer, valoras tu proceso, aun si te quedas corta con respecto a algunos objetivos o ideales. En otras palabras, no te importa qué tan alto llegaste, sino el hecho de que creciste y experimentaste tu potencial.
3. Suelta el miedo frente a lo que puedan pensar los demás: encuentra el amor dentro de ti
Fallar es parte de la vida. Defraudar a los demás, también. No hay nadie que no haya cometido errores. Y cometer errores es parte de crecer. Por supuesto, cuando cometemos errores, muchas veces habrá personas que se sentirán decepcionadas de nosotros. Eso también es parte de crecer.
Habrá veces en las que nos encomendarán una tarea y esperarán algo de nosotros y fallaremos. Cuando eso suceda, será doloroso. Pero, de nuevo, es parte de crecer. No vale la pena escondernos de ese dolor si el costo es dejar de vivir, dejar de crecer y renunciar a la oportunidad de explorar nuestro potencial. Por tanto, parte de sanar el miedo a ser un fraude es sanar el miedo a qué pensarán los demás de nosotros. ¿Y por qué nos preocupa tanto lo que piensen los demás? Porque buscamos el amor afuera. Creemos que, si los defraudamos, no nos amarán, y el amor es lo que más queremos. Cuando encontramos el amor en nosotros, podemos permitir que los demás nos perciban como quieran, incluso como un fraude, pues estamos conectados internamente con la fuente de la plenitud y la dicha, y esa conexión no depende de nuestros logros o de la imagen que el mundo tenga de nosotros.
***
No es esta una invitación a la mediocridad o a que dejes de adquirir habilidades. Prepárate lo mejor que puedas, da lo mejor. Pero sé consciente de que tu valor no depende del resultado ni de si logras o no cumplir con ciertas metas u objetivos. Disfruta del viaje. Ten el coraje de dar lo mejor aun sabiendo que no siempre lograrás lo que los demás (o tú mismo) esperan de ti. Pero, sobre todo, halla el amor dentro de ti. Una vez te conectes con eso, no temerás ser un fraude, pues sabrás que incluso cuando decepciones a los demás seguirás estando plena.
Hace poco me disgosticaron una hernia discal y eso me causó una depresión. Me di cuenta de que esa depresión surgía desde mi perfeccionismo; en este caso, desde mi deseo de tener un cuerpo perfecto. Para escapar de este dolor, me vi cayendo en viejas adicciones.
En este video hablo entonces de cómo lidiar con la enfermedad, con el perfeccionismo y con las adicciones a partir de mi propia experiencia, y les cuento qué he aprendido de este proceso por el que estoy pasando.
A veces nos cansamos de dar. Esta es una indicación de que no estamos dando desde nuestro corazón, sino que lo hacemos por un sentido de obligación o porque queremos recibir algo a cambio.
Cuando no damos desde el corazón, tarde o temprano terminamos exhaustos o resentidos.
Por eso, si ves que te estás cansando de dar, mira en tu corazón y pregúntate desde qué lugar estás dando. Y, si ves que realmente no quieres hacerlo, para. O si ves que esperas recibir algo a cambio, entonces es un trueque, un contrato, y debes dejarlo claro y asegurarte que los demás sean conscientes de lo que esperas y acepten los parámetros del contrato.
Cuando des desde el corazón, no te cansarás de hacerlo, pues el dar mismo es su propia recompensa y te llena de dicha y de plenitud en el mismo momento en que lo haces. Pero es algo que no se puede forzar, así como no se puede forzar estar enamorado de alguien.
Por ahora, sé honesto. Mira si realmente quieres dar o no, y qué esperas o no a cambio. Ese es un buen comienzo para estar más tranquilo y evitar resentimientos.
Ante los mismos hechos, dos personas pueden tener experiencias completamente distintas. Esto es así porque las experiencias que tenemos no solo dependen de los hechos, sino también de la forma como los interpretamos.
En consecuencia, aunque dos personas se encuentren aparentemente en la misma situación externa, en el mismo lugar y tiempo, una podría estar rodeada de enmigos mientras que la otra está rodeada por hermanos que no están separados de ella; una podría estar en un mundo de escasez mientras que la otra solo ve signos de abundancia; una podría creer que está constantemente amenazada mientras que la otra sabe que está siempre segura; en pocas palabras, una podría estar en el Cielo mientras que la otra sufre en el infierno.
¿Y de dónde salen estas interpretaciones? Salen de nuestros sistemas de creencias más profundos. Tendemos a interpretar la realidad para que los hechos confirmen lo que creemos en lo más profundo.
Es por esto que Un Curso de Milagros dice: «No trates, por tanto, de cambiar el mundo, sino elige más bien cambiar de parecer acerca de él». (Cap. 21, Introducción, 1, 7).
Me acabo de leer el libro How to be an imperfectionist(Cómo ser un imperfeccionista), de Stephen Guise. Me encantó. Lastimosamente aún no se consigue en español, o al menos yo no lo encontré.
Si sigues mi blog, verás que varias de mis entradas anteriores tuvieron que ver con el tema del perfeccionismo. Por eso, este libro me cayó como anillo al dedo.
Una de las ideas que más me gustó tiene que ver con la relación entre el perfeccionismo y la incapacidad para tomar decisiones. Sentí que esa parte del libro era para mí, pues tomar decisiones es algo que se me dificulta bastante, desde decidir si acepto un trabajo o inicio una relación de pareja hasta decidir si voy a cine o me quedo en casa.
Aprendí que parte de la razón por la que me cuesta tanto tomar decisiones es porque abordo las situaciones con una mentalidad perfeccionista. Quiero asegurarme de que es la mejor decisión posible, y como en la mayoría de los casos no puedo estar seguro, no tomo ninguna decisión.
Al leer este maravilloso libro, vi cómo el perfeccionismo es una herramienta que me protege del dolor y de las experiencias, y, de esa manera, me impide vivir plenamente y me impide crecer. Para evitar el dolor del fracaso, ¿qué mejor que no intentar nada? Y para no intentar nada, ¿qué mejor excusa que decirnos a nosotros mismos que no tomamos acción porque no podemos asegurar que el resultado va a ser perfecto?
Así, la próxima vez que ves que no decides por miedo a tener resultados imperfectos, pregúntate si ese perfeccionismo no es una estrategia para huir de la vida. Tal vez vale la pena aprender a ser imperfeccionistas, lo cual implica tener la valentía de equivocarnos, de fallar, de darnos cuenta de los límites de nuestras capacidades.
A veces, al entrar en un camino espiritual, comenzamos a preguntarnos si algunas cosas son «buenas» o «malas».
¿El dinero es bueno o malo? ¿El sexo es bueno o malo? ¿Mejorar el cuerpo es bueno o malo?
Lo primero que quisiera decir es que no hay nada «bueno» o «malo» por sí mismo. Al menos así interpreto yo la realidad. Sin embargo, en relación con un objetivo específico, hay cosas que nos sirven o no. Si quiero ir hacia el norte y comienzo a caminar hacia el sur, se podría decir que, en relación con ese objetivo, estoy caminando «mal».
Por tanto, en vez de preguntar qué es bueno y qué es malo, prefiero preguntar qué nos sirve y qué no para alcanzar ciertos resultados específicos. Yo, por ejemplo, tengo como objetivo estar en paz, y en relación con ese objetivo puedo decir que para mí tomar café es «malo», pues no me deja dormir y hace estragos en mi sistema nervioso, y en esas condiciones me cuesta mucho estar en paz.
Te invito entonces a que nos preguntemos: ¿qué nos sirve y qué no?
Al tratar de responder esta pregunta, veremos que muchas cosas nos sirven o no dependiendo de cómo las usemos. En mi caso, el café definitivamente no me sirve, pero conozco muchas personas que lo pueden disfrutar sanamente y para quienes es fuente de energía. Hay cosas, por otro lado, que me sirven o no dependiendo de como las use. Internet puede ser maravilloso, una forma de acceder a información valiosa, pero puede ser también una adicción y una forma de escapar. El teléfono que tengo en las manos puede ser la herramienta con la que comparto mis ideas e inspiro a otros o puede ser una gran forma de olvidarme de mí mismo. El dinero puede servirnos para ayudarnos en nuestro proceso de crecimiento interior o puede servirnos para alimentar nuestro ego y alejarnos de nosotros mismos. Nuestro propio camino espiritual puede ser usado para crecer o para adornar nuestro ego.
Así pues, sugiero que no preguntes qué es bueno y qué es malo, sino qué te sirve y qué no. Y, al mirar si algo sirve o no, mira cómo lo estás usando y si podrías usarlo de mejor manera.
A medida que tengo más años, comienzo a ver que mi cuerpo no funciona tan bien como antes. Soy joven y tengo aún todas mis facultades, pero hay cosas que podrían funcionar mejor. Hace poco me diagnosticaron una hernia discal (en la columna vertebral) y eso me produjo gran angustia y desasosiego. Por un tiempo, estuve de pelea con la vida. Me negaba a aceptar el dolor y el hecho de que mi columna no está tan sana como hace unos años. Esa frustración se esparció luego a otras áreas de mi vida y pronto me vi incapaz de disfrutar de todas las cosas maravillosas que me rodean. Estaba enfocado en lo que está «mal».
En las últimas entradas del blog he hablado sobre la importancia de aceptar la imperfección en nosotros y en los demás. Ahora quiero hablar sobre estar en paz con la imperfección del mundo que nos rodea y de las condiciones de nuestra vida, y eso incluye nuestro cuerpo.
Siempre habrá algo en nuestro mundo que podría ser mejor. El sistema político y económico podría ser más equitativo y transparente. La situación del medio ambiente es problemática y uno de nuestros mayores retos. Nuestras relaciones nunca son perfectas. Nuestros cuerpos siempre tienen fallas, y eventualmente dejarán de funcionar.
Si las fallas y las imperfecciones de nuestro entorno y de nuestros cuerpos nos llevan a sufrir, entonces estamos condenados al sufrimiento.
La última fase de mi proceso de crecimiento ha sido aprender a estar en paz con el hecho de que mi columna vertebral tiene lesiones, me produce dolor y me impide realizar parcial o totalmente algunas actividades que me gustan. Ahora puedo ver cómo esa enfermedad ha sido una gran bendición para mí. Muchas veces he hablado de ir más allá de nuestros cuerpos y de no apegarnos a lo temporal y de aprender a estar en paz en medio de la pérdida; sin embargo, cuando me tocó el turno de poner en práctica esas ideas ante el deterioro de mi propio cuerpo, pude ver que estoy apegado y tengo miedo y en el fondo exijo que mi vida sea perfecta para poder ser feliz. Por tanto, la enfermedad fue una oportunidad para aprender a poner en práctica algunas ideas que hasta ahorá solo estaban en el plano teórico.
Poco a poco he empezado a hacer las paces con lo que sucede. Y a medida que hago las paces con la imperfección de mi cuerpo, encuentro una paz más profunda y sólida que antes, pues es una paz que necesariamente va más allá de mis circunstancias externas. Y así como el desasosiego que mencioné al comienzo se esparció a otras áreas de mi vida, esta paz en medio de la imperfección también ha empezado a esparcirse.
Veo claramente que soy imperfecto y que las condiciones que me rodean son imperfectas. Mi proceso espiritual es imperfecto. Mis relaciones son imperfectas. Mis hábitos son imperfectos. Mi cuerpo es imperfecto. Y puedo estar en paz con todas esas imperfecciones. Puedo estar en paz con la vida.
Aceptar y ser capaces de disfrutar la vida y el mundo con sus imperfecciones va de la mano con sentirnos bien con nosotros mismos a pesar de nuestras fallas y con amar plenamente a los demás a pesar de sus defectos. Pues así como es nuestra relación con lo externo, así también es nuestra relación con nosotros mismos. Cuando aprendemos a amar al mundo con sus imperfecciones, aprendemos también a amarnos y a disfrutar de nuestra vida exactamente como es ahora.
Ahora bien, aceptar la imperfección no quiere decir que no vamos a procurar mejorar nuestras condiciones de vida, nuestro hábitos y nuestro mundo en general. Por el contrario, cuando nos sentimos en paz con el momento presente, estamos más capacitados para transformar nuestra realidad de manera positiva. Así fue mi experiencia.
Cuando estaba deprimido por mi condición física, comencé a alimentarme mal, a dormir mal y a caer en viejas adicciones para escapar del dolor y la angustia que sentía. Cuando comencé a hacer las paces con la enfermedad, pude dormir mejor, empecé a hacer juiciosamente los ejercicios que me recomendó mi fisioterapeuta y comencé a alimentarme saludablemente. Pero, sobre todo, mi estado de ánimo cambió, y es de sobra conocido que el estado de ánimo ayuda en la recuperación del cuerpo. Además, pude disfrutar de nuevo de todas las bendiciones que me rodean, y pude disfrutarlas incluso más que antes, pues ahora gozo aspectos de mi vida que antes no podía disfrutar porque los consideraba imperfectos.
Lo mismo sucede con el mundo. A medida que hacemos las paces con el hecho de que hay muchas cosas que están mal, adquirimos un estado mental que nos permite transformar esa realidad de una manera mucho más positiva que si permanecemos deprimidos y llenos de miedo e ira. De alguna forma, se trata de un proceso de perdón. Se trata de «perdonar» al mundo y a los demás por no ser como creemos que deberían ser. Se trata de dejar ir los resentimientos. Y entonces, desde esa nueva energía renovada, amorosa y plena, surgen las acciones que le ayudarán al mundo y a los demás a sanar.
Algunas cosas cambiarán para bien gracias a mi nuevo estado mental; otras no. Y eso está bien. Sé que nada en este mundo pasajero es perfecto. Y los resultados de las acciones que emprendo ahora tampoco serán perdectos. Pero estoy en paz con ese hecho. Y eso me permite dar lo mejor ahora ain preocuparme tanto por el resultado. Sé que algunas cosas serán grandiosas y otras no. Así es la vida. Y la abrazo en su imperfección. Y doy lo mejor de mí, sabiendo que no es perfecto ni dará frutos perfectos.