La paz profunda de vivir sin juicios

Si observamos con cuidado nuestra mente, nos daremos cuenta de que todo el tiempo estamos juzgando. “Eso es bueno”. “Eso es malo”. “Eso debería ser de otra forma”. Tenemos una idea de cómo debería ser el mundo. Tenemos una lista de cosas que las personas deberían empezar a hacer y dejar de hacer para que el mundo fuera perfecto. Y nosotros estamos en esa lista, por lo que creemos que debemos hacer y dejar de hacer muchas cosas para ser como se supone que debemos ser. Cuando juzgamos a los demás, inevitablemente nos juzgamos también a nosotros. Pues los juicios hacen parte del marco mental con el que vemos el mundo, y es con ese mismo marco con el que nos vemos a nosotros.

Los juicios, cuando se intensifican, cuando los creemos ciegamente, nos llevan no solo a querer que los demás cambien, sino a tratar de cambiarlos a la fuerza. Entonces tratamos de imponerles nuestras ideas y comportamientos, pues estamos convencidos de que sus ideas y su forma de ser son incorrectas. Y si la intensidad y la fuerza de los juicios se incrementan en extremo, nos vamos a la guerra. Nuestro convencimiento de que los demás están equivocados se convierte entonces en nuestra justificación para aniquilarlos. En la raíz de toda guerra, sin importar la aparente razonabilidad de sus justificaciones, se encuentran los juicios.

Los juicios nos separan, pues, a medida que etiquetamos todo a nuestro alrededor, lo consideramos como algo separado de nosotros. Mediante los juicios decidimos lo que las personas y las cosas son y lo que valen. Nos convertimos en los jueces de la realidad: quienes deciden cuál es el lugar y el valor de cada cosa. Y eso lo hacemos todo el tiempo en nuestra mente, sin parar. Los juicios, en últimas, nos impiden ver la realidad tal como es, pues cuando juzgamos decidimos de antemano el significado de lo que estamos viendo.

Cuando juzgamos, nunca vemos a las personas tal como son ahora, tal como son en verdad: proyectamos sobre ellas nuestras ideas y decidimos lo que son de acuerdo con esto, de modo que su verdadera identidad queda velada para nosotros. Perdemos contacto con la realidad y nos quedamos viviendo en el mundo que ha fabricado nuestra mente. Así, al ver al alguien, en realidad estamos viendo todas nuestras ideas, que traemos del pasado, proyectadas afuera de nosotros, y creemos que esa es la realidad. No dudamos. Creemos que sabemos. Estamos seguros de que “él es bueno” pero “ese otro es malo”, y “ese está en lo cierto”, pero “ese otro debería empezar a ver las cosas de otra manera”.

Así, uno de los mejores regalos que le podemos dar al mundo es dejar a un lado nuestros juicios. Vivir sin juicios nos llevará a un estado de profunda paz y de profunda unión con los demás. Entonces empezamos a ver a los demás tal como son ahora, frescos, siempre nuevos, y dejamos de proyectar en ellos todo nuestro pasado. Al verlos de esta forma, comenzamos a conectarnos con la verdadera identidad de los otros, la cual, en última instancia, es nuestra misma identidad: la divinidad, el amor. Así, comenzamos a unirnos con ellos, pues reconocemos en ellos la misma energía divina que reconocemos en nosotros, energía que, al final, es lo único que existe. Entonces tal vez lleguemos a ese punto que en algunas tradiciones se conoce como iluminación, ese estado en el que nos reconocemos uno con todo, pues vemos que lo único real en nosotros, en los demás y en todo lo que existe es lo mismo.

Dejar los juicios, entonces, implica un cambio en la forma como percibimos. Dejamos de ver las aparentes e infinitas diferencias que surgen cuando nuestra mente clasifica y ordena la realidad, y comenzamos a ver el amor en todo. Cuando se van los juicios, vemos amor incluso en el asesino, en el dictador, en aquel que quiere destruirnos, en aquel que nos quita lo que creemos que necesitamos, en los corruptos, en los inconscientes, en los ambiciosos, en los que maltratan a los animales, en los que torturan, en los que se complacen con el sufrimiento ajeno, en los que destruyen el planeta.

Eso no quiere decir que consideramos que esos comportamientos son deseables y que les damos la bienvenida. Significa, solamente, que dejamos de sentirnos separados de quienes actúan de esa manera. Dejamos de creernos mejores, pues sabemos que, en el fondo, esas personas son parte de nosotros mismos. Es simplemente inconsciencia. Es como si vemos un león furioso: seguramente trataremos de alejarnos o de protegernos de su furia, pero no lo condenamos en nuestra mente, no decimos “ese león es malo, debería ser de otra manera”. Tomamos medidas prácticas para evitar que el león cause daño, pero eso no nos impide verlo como una expresión del amor universal del que todos estamos hechos, no nos impide verlo como igual a nosotros.

Al dejar los juicios, dejamos atrás la condena, y eso inevitablemente se comienza a ver reflejado en nuestras relaciones, pues los demás poco a poco empiezan a sentirse libres de los yugos que les habíamos puesto, dejan de sentirse condenados, dejan de sentir las exigencias que les imponen nuestras ideas. Pueden ser como son. Tal vez nos alejemos, tal vez no, pero sea lo que sea que hagamos, lo haremos llenos de amor, sin condenación alguna.

Sin embargo, la más grande libertad que llega cuando soltamos los juicios es la que ocurre en nuestro interior. Pues cuando dejamos de juzgar a los demás también dejamos de juzgarnos a nosotros, y la presión insoportable y la culpa y el autocastigo desaparecen, y dejan espacio para un amor propio inmenso que permea nuestra experiencia presente. Lo que queda es un contacto íntimo con nosotros, un silencio que está hecho de amor.

Todo esto, por supuesto, implica que empezamos quedarnos en el momento presente, donde podemos ver las cosas siempre nuevas, tal como son, sin el filtro de nuestras ideas preconcebidas. Todo, desde el desayuno hasta la voz en el radio hasta los actos de las personas con las que nos vamos encontrando en el camino. Ahora, podemos empezar por observar en presencia y sin juicios la pantalla de este computador o de este teléfono móvil. Por escuchar totalmente abiertos los sonidos que hay en este momento. Por sentir nuestro cuerpo y dejarlo ser exactamente como es, sin decidir mentalmente qué significa ni qué valor tiene. Podemos empezar en cualquier momento, con cualquier cosa. Es decir, podemos comenzar ahora. Y esa será una semilla que luego brotará en forma de paz y silencio en el mundo. Una semilla que brotará en nosotros y a través de nosotros.

La invitación, entonces, es a que no decidas qué significa esto, sino que simplemente le permitas ser y te permitas ser ahora, libre, nuevo. La invitación es a que sueltes todo lo que crees justo ahora y mires qué queda. Se trata de una exploración, de un juego, de entrar en este momento sin prevenciones, como si fuera la primera vez. Y es que, en efecto, esta es la primera vez que estás en este momento, y la única. Y no necesitas nada del pasado, nada de lo que crees, para poder estar aquí. Puedes estar aquí simplemente como eres ahora.

Poco a poco irás entrando en contacto con la realidad que subyace a este momento. A medida que comencemos a ver todo fresco y nuevo, como es ahora, cada encuentro será un encuentro sagrado, cada encuentro será un encuentro con el amor mismo que se expresa en infinitas formas. Entonces todo se vuelve sagrado en la luz de la presencia, esa luz que surge cuando observamos la realidad sin imponerle nada, sin presuponer nada, sin exigir nada: la luz del amor mismo.

Por: David González, creador de Caminos de Conciencia

 

Cree en tu bondad

Robert Jonhson, el notable analista junguiano, reconoce lo difícil que es para muchos de nosotros creer en nuestra bondad. Es más fácil para nosotros creer que nuestros peores miedos y pensamientos son lo que somos, aquellos rasgos que no reconocemos y que Jung llamó “la sombra”. “Curiosamente”, dice Jonhson, “la gente se resiste a los aspectos nobles de su sombra con más fuerza de la que gasta en tratar de esconder los rasgos oscuros […]. Es más desestabilizador descubrir que tienes un carácter profundamente noble que descubrir que eres una mala persona”.

Nuestra creencia en una identidad limitada y empobrecida es un hábito tan fuerte que sin esta no sabríamos cómo ser. Si reconocemos por completo nuestra dignidad, esta podría llevar a cambios radicales en nuestra vida. Podría pedirnos algo grande. Y, sin embargo, una parte de nosotros sabe que el ser asustadizo y vulnerable no es quienes somos. Cada uno de nosotros necesita encontrar el camino hacia la completud y la libertad.

En estos días, en los que a veces hay cinismo, podríamos pensar que esta bondad original es solo una frase para hacernos sentir mejor, pero a través de sus lentes descubrimos una manera radicalmente diferente de ver y de ser: una manera cuyo objetivo es transformar al mundo. Esto no significa que vamos a ignorar la magnitud del sufrimiento de las personas ni que nos expondremos de manera vulnerable y necia a individuos inestables y quizás violentos. De hecho, para encontrar la dignidad en los demás, es necesario reconocer su sufrimiento. Dentro de los principios psicológicos budistas más importantes estás las Cuatro Nobles Verdades, que comienzan por reconocer el sufrimiento inevitable en la vida humana. También es difícil hablar de esta verdad en nuestra cultura moderna, en la que a la gente se le enseña a evitar la incomodidad a toda costa, y en la que “la búsqueda de la felicidad” se ha convertido en “el derecho a la felicidad”. Y, aun así, cuando estamos sufriendo es muy refrescante saber que la verdad de nuestro sufrimiento es reconocida.

Las enseñanzas budistas nos ayudan a lidiar con nuestro sufrimiento individual, desde la vergüenza y la depresión hasta la ansiedad y la tristeza. Estas abordan el sufrimiento colectivo del mundo y nos ayudan a trabajar con la fuente de este dolor: las fuerzas de la avaricia, el odio y el engaño en la mente humana. Pero, si bien reconocer nuestro sufrimiento es muy importante, esto no eclipsa nuestra nobleza fundamental.

La palabra nobleza no se refiere a caballeros y cortes medievales. Se deriva del vocablo griego gno (como en gnosis), que significa “sabiduría” o “iluminación interior”. En español, la nobleza se define como excelencia humana, como aquello que es ilustre, admirable, elevado y distinguido en valores, conducta y comportamiento. ¿Cómo podemos conectarnos intuitivamente con esta cualidad en aquellos que nos rodean? Así como nadie puede decirnos cómo sentir amor, cada uno de nosotros debemos encontrar nuestra propia forma de sentir la bondad en los demás. Una manera es alterar el marco temporal e imaginar la persona en frente de nosotros como un niño pequeño, todavía joven e inocente.

O, en vez de ir atrás en el tiempo, podemos movernos hacia adelante. Podemos visualizar a la persona al final de su vida, en su lecho de muerte, vulnerable, abierta, sin nada que esconder. O simplemente podemos verla como un compañero caminante que lucha con sus propias cargas, y que quiere la dignidad y la felicidad. Debajo de los miedos y las necesidades, de la agresión y el dolor, quienquiera que nos encontremos es un ser que, como nosotros, tiene el tremendo potencial de ser comprensivo y compasivo, y cuya bondad está ahí para ser tocada por nosotros.

Por: Jack Kornifield

Tomado de https://jackkornfield.com/see-the-inner-nobility-in-all-beings/

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Jack Kornfield se entrenó como monje budista en monasterios de Tailandia, la India y Burma. Ha enseñado meditación a nivel internacional desde 1974 y ha sido uno de los maestros más importantes que ha introducido la práctica budista de atención plena en Occidente. Entre sus libros, que han sido traducidos a una veintena de idiomas, se encuentran El corazón de la sabiduría, Cuentos del espíritu: historias del corazón, Buscando el corazón de la sabiduría y Trayendo el dharma a casa: despierta justo donde estás.

Puedes conocer más sobre él en su página web.