CONSEJOS PARA DOMAR DRAGONES

En el último año disminuí notablemente mi actividad en redes sociales. Una parte de esto se debió a que sentí la necesidad de enfocarme en mi proceso interno. He estado en sesiones de terapia e hice un curso online intenso y profundo con uno de mis maestros favoritos: Eckhart Tolle.

Sin embargo, recientemente caí en cuenta de que esas no fueron las únicas razones por las que no he vuelto a hacer tantas publicaciones como antes. De unos meses para acá volví a sentir ganas de publicar, pero al mismo tiempo noté en mí una gran resistencia a hacerlo. Entonces, en una de las sesiones de terapia, pude ver como detrás de esa resistencia hay miedos que vienen de mucho atrás.

Recordé como cuando niño sentía gran ansiedad en situaciones en las que tenía que exponerme frente a un gran grupo de personas y, por alguna razón, sentía que ellas tenían alguna expectativa sobre mí. En particular, recordé una fiesta a la que me invitaron cuando tenía cerca de 10 años. Mis padres me ayudaron a comprar un regalo para llevarle a mi amigo, pero el día de la fiesta no fui capaz de ir a entregárselo. Me llené de pensamientos de que el regalo no era lo suficientemente bueno y el miedo me llevó a querer esconderme y no enfrentar el posible rechazo de mi amigo y de los demás niños que estarían en la fiesta.

Y, al observar mis emociones en relación con mis redes, pude reconocer esas mismas sensaciones que experimentaba de niño. Es el mismo miedo social a que los demás rechacen aquello que tengo para entregar. Muchas veces he observado ese miedo y lo he atravesado, pero esta vez surgió con una claridad especial y de forma inesperada, pues en mi mente tenía una lista de razones diferentes mediante las cuales explicaba y justificaba mi alejamiento de las redes.

Ahora, mientras escribo estas palabras y pienso en publicarlas, vuelvo a experimentar esa sensación de ansiedad social y vienen a mi mente imágenes de personas que conozco reaccionando de diferentes maneras frente a lo voy a compartir.

Esta claridad sobre el miedo que experimento me motivó a hacer un live en Instagram después de mucho tiempo en el que hablé justamente sobre este tema. Además, me motivó a escribir esta entrada y a comenzar a publicar reflexiones más seguido. Y la razón de esto es, en parte, que una de las maneras de sanar el miedo, al menos en mi experiencia, es mediante la acción.

El miedo al rechazo social se fundamenta en la ilusión de que ser rechazados implica un riesgo para nuestra supervivencia. Esto era verdad hace cientos de miles de años, cuando vivíamos en pequeños grupos para protegernos de los demás animales y de los elementos, y ser aislados podía significar la muerte. Ahora, aunque nuestra realidad es diferente, estas memorias ancestrales continúan dirigiendo nuestras vidas. Es como si un programa viejo y obsoleto se hubiera quedado a cargo de nuestro computador a pesar de que hay ahora programas mucho más adecuados para nuestras necesidades actuales.

En ese sentido, deshacer los miedos es una forma de reprogramarnos. Y una de las formas más eficaces de reprogramarnos es mediante la exposición a aquello que tememos. Al permitirnos experimentar aquello que tememos, si lo hacemos con consciencia, podremos observar nuestras emociones y nuestros patrones de pensamiento y separarlos de lo que en realidad está ocurriendo. Al hacer esto, veremos que estamos a salvo (al menos cuando se trata de miedos como estos que cuento en este escrito) y que en realidad no hay nada que temer.

Me recuerda esto a un hermoso pasaje del libro La armadura oxidada, de Rober Fisher. Este libro es una metáfora sobre el deshacimiento del ego, representado por la armadura del caballero, que se ha quedado atascada en su cuerpo y lo lleva a sufrir. Como parte de su aventura de autodescubrimiento, el caballero debe entrar a diferentes castillos, cada uno de los cuales representa algo que él debe aprender o superar para poder dejar ir su armadura. Uno de estos es el Castillo de la Voluntad y la Osadía, el cual se encuentra custodiado por un temible dragón. A diferencia de otros castillos a los que ha debido entrar, este le presenta un reto que requiere una acción externa precisa: debe cruzar un puente para ingresar al castillo, pero al otro lado se encuentra un gigantesco dragón que escupe fuego. En los primeros intentos, el caballero huye ante las llamas, pues siente el calor y le parece obvio que el peligro es real. No obstante, a medida que sigue insistiendo, comienza a darse cuenta de que el dragón es una ilusión. Y entre mayor es su determinación de cruzar y su tranquilidad interna, más evidente es que el dragón es irreal. Cuando se acerca por completo al monstruo, este desaparece.

Luego de atravesar los diferentes castillos, el caballero aprende que deberá volver a estos una y otra vez, para llegar a nuevos niveles de aprendizaje. Y así es como siento un poco este volver a caminar por miedos antiguos. Hay ahora más consciencia que antes y es más fácil atravesarlos, pero también es claro que los miedos siguen instalados en mi interior y me invitan a sanarlos.

Ahora bien, esta invitación a atravesar los miedos debe ir acompañada por una invitación a amarlos y a amarnos cuando los sentimos. La metáfora del dragón es hermosa, pero presenta al miedo como un enemigo al que debemos derrotar. En realidad, el dragón se disuelve cuando nos acercamos a él con amor. Si peleamos, es porque creemos que es real, pues, ¿quién gastaría energía peleando cuando sabe que está frente a un espejismo? Es como en los sueños: cuando uno no sabe que está soñando, cree que lo que experimenta es real y, por tanto, si ve un monstruo, tratará de huir o de pelear con él. En cambio, cuando uno toma consciencia de que está soñando, puede jugar con el monstruo, pues sabe que en realidad está a salvo, y al hacerlo lo más normal es que el sueño se transforme o se acabe por completo.

Entonces, otra recomendación es no tomarnos muy en serio este camino de deshacer los miedos. Es un juego. Y las claves son la compasión y el amor.

En alguna época de mi vida, cuando reconocía que tenía miedos, me obsesionaba por atravesarlos y me castigaba cuando no era capaz. Esta actitud rígida y dura hacía que los miedos se vieran incluso más grandes que antes. Ahora reconozco que lo primero es permitirme sentir y estar conmigo incondicionalmente antes de atravesarlos. Es como si un niño pequeño se levantara gritando en la noche a causa de una pesadilla. ¿Lo reprenderíamos acaso y le gritaríamos que se vuelva a dormir tranquilo porque no tiene nada que temer, o más bien lo acompañaríamos en su miedo con amor, tranquilizándolo con dulzura y recordándole suavemente que es solo un sueño?

No se trata entonces de matar al dragón ni de atravesarlo en realidad, sino de amarlo y transformar la forma en que lo percibimos, hasta que vemos ya no un enemigo sino una parte nuestra que merece tanto nuestro amor como cualquier otra. Así pues, la invitación es a hacernos amigos del dragón. Es como dice Un Curso de Milagros: antes de despertar, el paso previo natural es pasar de las pesadillas a los sueños felices. Y este es un cambio de percepción. La idea es que ya estamos a salvo y rodeados y protegidos por el amor. Siempre lo hemos estado. Es solo nuestra percepción la que necesita sanar.

Unos meses después de la fiesta a la que me invitaron y a la que no fui, le conté a mi amigo que le había comprado un regalo que nunca le entregué por miedo a que no le gustara. Al saber cuál era el regalo, él se alegró mucho y me expresó que no entendía por qué yo no había ido. Era uno de los mejores regalos que le habían hecho. Esto me lleva a reconocer ahora que estos miedos que estoy transformando con amor me llevan a dejar de brillar y a dejar de compartir mis regalos con el mundo. Al ver esto, me siento aún más motivados para seguir caminando sobre el puente y acercándome con tranquilidad a mi amigo el dragón.

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fluir es estar cerca de la mitad

Uno de mis principales retos en los últimos años ha sido encontrar un equilibrio entre el perfeccionismo y la dejación. He oscilado entre periodos en los que trabajo ardua e intensamente y otros en los que no me dan ganas de hacer nada y me entrego a la inercia y la dejación.

Una de las cosas que he observado de estos ciclos es como cada uno de los extremos contiene la semilla del otro. Cuando trato de ser perfecto, inevitablemente me agoto, y cuando ese cansancio se vuelve intolerable, abandono mis actividades por completo y me voy al otro extremo. Así mismo, después de un periodo largo de inactividad e indolencia, mis días se vuelven insatisfactorios y me deprimo, y cuando esta sensación se vuelve intolerable, decido hacer planes de nuevo y comienzo a trabajar febrilmente en un intento por recuperar el tiempo perdido, yéndome así de vuelta al extremo de la perfección.

He aprendido poco a poco, que esos extremos son como orillas en el río de mi vida: entre más cerca esté de una orilla, más difícil será avanzar con la corriente natural del agua. En consecuencia, para fluir debo estar cerca de la mitad.

He durado varios meses sin escribir, pues me propuse hacerlo solo cuanto tuviera ganas. Ha sido un periodo de descanso y descubrimiento. Sé que escribir me hace feliz, pero no de cualquier forma. Cuando escribo por tratar de «hacer las cosas bien» y «ser un niño bueno», muy pronto me canso y siento que nada es lo suficientemente bueno. Cuando escribo desde el extremo perfeccionista, por tratar de avanzar mucho, termino abandonando pronto. Es como si un corredor en una maratón decidiera que para llegar más rápido a la meta debe correr a la misma velocidad que si estuviera en una carrera de cien metros. Obviamente, no podrá mantener ese ritmo y, si lo intenta empecinadamente, seguramente no será capaz de terminar la carrera, o llegará muchísimo después que si hubiera mantenido un ritmo lento y más constante.

En eso trabajo ahora, en encontrar un punto medio y sereno que me permita fluir de manera constante, no demasiado tenso, pero tampoco demasiado laxo. Y ese es el viaje que estaré procurando compartir en mis próximas entregas, de a pocos.