Hacer y no hacer

Este es un equilibrio delicado. A veces, para estar en paz tenemos que dejar de hacer. Tenemos que parar. Tenemos que ir a nuestro corazón y reposar allí en silencio. Sin embargo, si en la quietud de nuestro corazón comprendemos que hay algo que queremos o necesitamos hacer con toda nuestra alma, nuestra paz vendrá de tomar acción.

Si hay algo importante para nosotros que sentimos que tenemos que hacer, será difícil estar en paz si no lo hacemos. Es por esto que procrastinar causa desasosiego: porque sentimos que estamos dejando de hacer algo que es vital para nuestra paz.

Últimamente, he tenido grandes momentos de paz gracias a que he emprendido acciones en temas que son importantes para mí. Cuando ignoramos esos temas, siguen haciendo ruido de fondo y nos impiden disfrutar el momento presente. Es como si tratáramos de relajárnos leyendo un libro pero en el fondo estuviera el olor de un arroz que se está quemando en la cocina, olor al que hemos decidido ignorar para evitar la incomodidad de resolver el problema. En realidad lo segumos sintiendo y no podemos estar plenamente inmersos en la lectura. No podemos disfrutar de lo que hacemos.

Cuando los abordamos esos asuntos pendientes importante, nuestra mente se despeja y puede entonces estar plenamente en el presente. Es por esto que a veces la paz surge cuando tomamos acción.

Suscríbete a mi blog y recibe en tu correo cada una de mis reflexiones.

Legs, Window, Car, Dirt Road, Relax, Woman, Outdoor

¿Hacia dónde van tus bolas de nieve?

Ordenar mi cuarto me motiva a trabajar. Me lleva a tomar decisiones amorosas. Por ejemplo, me ayuda a que sea más ameno escribir este blog, y luego de escribirlo me siento pleno.

Beber alcohol o café, en cambio, me lleva a tomar decisiones cuyas consecuencias usualmente me hacen sufrir. Por ejemplo, me llevan a no dormir, y la falta de sueño me suele poner ansioso, depresivo o paranoico.

Esas acciones son como pequeñas bolas de nieve. Se ven muy pequeñas al comienzo, casi insignificantes, pero, si las dejo seguir, pueden convertise en avalanchas. Y pueden ser avalanchas que me impulsan en mi vuelo o me invitan a esconderme y encerrarme en una coraza.

No es esto, por supuesto, una crítica al café o al alcohol. Esa es solo mi experiencia personal. Las bolas de nieve de cada persona se ponen en marcha de manera diferente.

¿Cuáles son esas pequeñas acciones que ponen en marcha círculos virtuosos y se convierten en tus avalanchas de amor? ¿Cuáles son esos sencillos hábitos que ponen en márcha círculos viciosos que te hacen sufrir?

Tú te conoces. Sabes de lo que estoy hablando.

Elige hacer rodar las bolas de nieve en la dirección en la que deseas que luego te empuje la avalancha. Elige la dirección del amor.

mountain-4254821_1920

Suscríbete a mi blog y recibe en tu correo una reflexión para cada día.

Consejos para atravesar abismos

Se dice que Siddartha abandonó su palacio la noche en que nació su único hijo y pasó seis años buscando la verdad, la iluminación, el nirvana. En ese lapso se entregó por completo a su búsqueda. Ayunó, meditó, forzó su cuerpo al extremo de la resistencia. Llegó un punto en el que estaba exhausto. Lo había dado todo, pero nada pasaba aún, no lograba encontrar aquello que con tan intenso deseo buscaba. Fue entonces cuando se sentó bajo el árbol Bodhi, sin saber ya qué más hacer. Cuenta una hermosa versión de la leyenda que cerca al árbol pasaron un día un músico y un niño. El músico llevaba un instrumento de cuerdas, y mientras caminaban le explicaba al pequeño cómo afinarlo: “Si las cuerdas están muy flojas, no van a sonar cuando las toques, y si están demasiado tensas, se romperán; por eso debes encontrar el punto medio”. Tras oír esto, Siddartha se iluminó, se convirtió en el Buda. Lo único que lo separaba de su objetivo era que se había ido al extremo en el afán de su búsqueda, y cuando tomó conciencia de ello volvió al centro, lo que le permitió despertar.

Esta hermosa historia habla sobre la importancia del equilibrio, de volver constantemente al centro, de no dejarnos llevar por los extremos. A veces pasa que perseguimos la perfección, y es como si cargáramos piedras. Luego se nos caen y ruedan en todas direcciones, destruyendo aquello que tratábamos de construir. Tensamos las cuerdas hasta que se rompen. Entonces mandamos todo al diablo y dejamos de lado la disciplina, decepcionados por nuestro fracaso. Pasamos así a un periodo de relajación que acaba en la modorra, en la pasividad, en el estancamiento. Dejamos las cuerdas tan flojas que ya no es posible hacer música con ellas.

Esto nos puede pasar en cualquier aspecto de la vida. Por ejemplo, con una dieta. Decidimos de repente que queremos comer mejor, de manera más saludable. Dejamos a un lado las grasas, los dulces, el alcohol. No levantamos a trotar todos los días a las cuatro de la mañana. Dejamos de ir a fiestas. Nos volvemos obsesivos. Ni siquiera un pequeño dulce de vez en cuando. Somos rígidos. Entonces se genera la tensión, se hace necesario un esfuerzo constante que poco a poco agota a cualquiera. Nos volvemos víctimas de nuestro invento. Una mañana descubrimos que ya no hay brillo en nuestros ojos y decidimos que ese estricto régimen ya no nos hace felices, por lo que lo abandonamos y nos entregamos por completo a los placeres de la comida y la bebida. Hasta que enfermamos o el doctor nos advierte que corremos grave riesgo, y entonces volvemos a la fase rígida del ciclo.

En ese sentido son esclarecedoras las palabras de Aristóteles, quien en su Ética a Nicómaco argumentó que la virtud es “la medianía de dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto”. Así, por ejemplo, el valor sería el punto medio entre la cobardía y la osadía irreflexiva. Ahora bien, si se acepta lo anterior, surge la pregunta: ¿cómo estar en el punto medio? Para responderla vale la pena contar un cuento.

Hace mucho tiempo, dos ladrones fueron condenados a muerte por un rey. Tras escuchar la sentencia, uno de ellos se arrodilló ante el soberano y clamó por su vida. El rey, conmovido, decidió darles una oportunidad: ordenó que se pusiera una cuerda entre los dos bordes de un precipicio y les dijo a los ladrones que les perdonaría la vida si lograban cruzar. Ante esta oferta, y sabiendo que no tenía nada que perder, uno de los ladrones se aventuró sobre el abismo. Para sorpresa de todos los que estaban mirando, el hombre pasó de un lado a otro sin la menor dificultad. Cuando llegó al otro lado, el ladrón que se había quedado le gritó desesperado: “¿Cómo lo conseguiste, cómo pudiste pasar por esa cuerda tan delgada sin caerte?”. Su compañero de condena le respondió alegre, también a gritos: “Fue muy sencillo, cada vez que sentía que me estaba cayendo hacia un lado, suavemente inclinaba mi cuerpo hacia el otro”.

El truco con el que los ladrones salvaron sus vidas ahora puede ayudarnos a mejorar las nuestras. Se trata de aprender a observarnos, y darnos cuenta de cuándo nos estamos yendo a un extremo. Justo en ese momento, cuando tomamos conciencia, con delicadeza elegimos impulsarnos en la dirección contraria. Si tienes ganas de dejarlo todo, espera, guarda un poco, y si tienes ganas de atraparlo todo con tus manos, también detente, deja escapar algunas cosas. Se trata de un arte constante, de un estado que se logra una y otra vez. Y quizás un día, cuando menos lo pienses, estarás al otro lado del abismo.

Por: David González

Publicado primero en: http://elmuro.net.co/abismos/